jueves, 14 de marzo de 2013

Memorias de la construcción

   Hay cosas que quedan impregnadas en la piel, en la nariz, en las marcas de las manos, y uno por más que lo intente no puede desprenderse de ellas: basta estar en contacto con algunas cosas para que los recuerdos entren por todos lados.
   Creo que lo lindo de la memoria está ahí, que puede venir por donde nunca te lo esperes. En forma de color, sonido, olor, todos recuerdos involuntarios.
   Ayer tuve uno de esos momentos, pero no en los que te acordás de algo y seguís como si nada, sino de esos que te quedás a vivirlos. Fue cuestión de levantarme temprano y salir en la bicicleta, ver el polvo esparcido en el piso, poner el agua a calentar para el mate, agarrar una lija y empezar a sacar las impurezas de las paredes con el fin de poder pintar después, para recordar que alguna vez fui albañil.
   El albañil es ese tipo que estuvo en tu casa antes que vos, que la conoce mejor que vos, el que dejó limpia tu pieza por primera vez, el que se animó a tirar la cadena del inodoro sabiendo que podía fallar, el que hizo que te luzcas frente a tus vecinos con la fachada de tu casa.
   El trabajo del albañil es duro, es jodido. Uno se levanta a las seis y cuarto de la mañana como para poder tomarse unos mates tranquilo y escuchar un poco la radio; cerca de las siete te pasan a buscar en una camioneta de esas Ford viejas todas manchadas y llenas de porquerías, buscás algún lugar entre todas las cosas y te sentás. Si no tenés ese transporte, a las siete menos cuarto agarrás la bicicleta y hacés el camino. Si es sábado y sos joven, y la obra queda cruzando toda la ciudad, vas a ir por las calles menos transitadas, las menos céntricas, porque no querés encontrarte con tus amigos que vienen borrachos de joda, no, no está bueno hacerlos sentir mal, no serías un buen tipo si ellos, que vienen de divertirse, te ven a vos que vas todo roñoso a trabajar, no, eso no se hace, porque se les va a instalar un sentimiento de culpa que nunca podrán perdonarte.
   Cuando al fin logra evadir todas las dificultades de ese viaje, llega a la obra. Tímidamente se acerca al lugar que le falta terminar, se prende un cigarrillo y arranca. El peón se pone a rápidamente a hacer mezcla mientras los otros se trepan como orangutanes a los andamios, miran desde arriba, comprueban que el revoque se haya secado y agarran el balde que ya les pasa el peón para seguir dándole a las paredes.
   Yo era peón y el trabajo me divertía bastante, lo peor era el horario. Pero le ponía onda, cuando no tenía que hacer mezcla, preparaba el mate y les cebaba a todos. Mientras tomaba mates conversaba, los albañiles son excelentes conversadores. A uno le decían el tortugo, porque tenía una espalda enorme, como con una joroba, pero siempre permanecía recto. Hablaba de bandas de rock, de recitales de Almafuerte, su gusto por el heavy metal y su costumbre de emborracharse hasta morir. Yo tenía dieciséis año, las historias que me contaban se fundían e mí, no me olvidaba nada. 
   Había otro que se llamaba Facundo, era el mejor trepador, se colgaba de todos lados, siempre me decía "no te casés, te cagás la vida". Yo reía y lo miraba sorprendido, no entendía cómo era tan joven y estaba casado. Era el que más jugaba, buscaba siempre la forma de divertirse en el trabajo. Con el descubrí la emoción de gritarle guarangadas a las mujeres.
   Al contrario de lo que muchos piensan, no es un acto machista, no es real todo lo que se dice. Siendo albañil no hay forma de mostrar ante otros las virtudes masculinas históricamente aceptadas: todos son extremadamente fuertes, todos son resistentes a tal punto que nunca los vas a ver cansados, todos, atrofiados o no, tienen grandes músculos. Por lo tanto, la única manera de demostrar la hombría es con el piropo y la ilusoria situación de conquista.
   Además aprendí que no solo se le grita a las que "están buenas", hay que gritarles a todas, hasta a las viejas que, burlonamente, se les grita un "Señora" con la voz impostada para que se den vueltas indignadas y ultrajadas. 
   El capataz era aburrido, con él no valía la pena tomar mates, aunque uno o dos había que cebarle como para que no diga nada, pero los otros, todos contaban historias increíbles; tenían una capacidad de invención que nunca dejaba de sorprender, porque lo peor de tener que hacer lo mismo todo los días es no tener nada nuevo para contar, por eso inventaban, por eso mentían descaradamente a la hora del descanso, todos lo sabíamos, pero daba lo mismo, había sonrisas.
   Ser albañil o empleado de la construcción, como se le dice ahora, es jodido, para un pibe de dieciséis más aún. Pero impregna recuerdos por todos lados; ayer, y no miento, fue cuestión de mancharme un poco las manos, sentir el polvo entrando en los ojos y los pulmones y hacer un poco de mezcla para recordar todo aquello. 
   Por más que haya que levantarse antes del alba y que sea altamente nocivo, yo, por todas esas historias, lo volvería a hacer.

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