Ayer miraba la entrevista que el gallego ese que ha entrevistado a todos los genios le hizo a Cortázar (muy buena de hecho) y me quedé pensando en uno de los temas que trataban. Cortázar decía que nunca había podido trazar esa línea ilusoria que separa lo fantástico (término que a él nunca le cerró del todo) de la realidad. Entonces empezó a girarme por la cabeza esa idea de la necesidad de aferrarse a lo real, a lo tangible, a lo que nada nos cuesta creer que es posible.
Hacer cosas posibles no es nada complicado, carece completamente de heroísmo, valentía o sagacidad. Es triste pensar en la falta de aventura que hay en las vidas de hoy. Hernán Casciari en un cuento publicado en Orsai que se llama El móvil de Hansel y Gretel hace referencia justamente a esto y también Dolina en "La venganza será terrible" y en algún texto suelto cuenta y da instrucciones acerca de vivir aventuras y ambos lo definen muy bien. Es que vivir aventuras es justamente eso que le pasaba a Cortázar, salir un poco de la realidad, alejarse de lo cotidiano, de la rutina de todos los días.
Con esta breve introducción podemos llegar fácilmente a la conclusión que para vivir aventuras hay que ser valientes. Y ¿Qué es ser valientes? pues simplemente cometer estupideces, arriesgarse a fallar, a rozar las sinuosas cumbres de la vergüenza, a destruir los estereotipos facilistas que nos consumen.
Si algo nos han enseñado las películas yanquis es que a pesar de los consejos que alguno de los personajes les da al protagonista sobre la valentía, "que ser valiente no es sacrificarse, inmolarse o cometer alguna atrocidad contra la propia vida o prácticamente suicidarse ante una horda de zombis o una lluvia de meteoritos", el tipo va y lo hace y se convierte en un héroe, ya sea por suerte o eficacia, triunfa.
En la sociedad de hoy, donde con suerte nos atrevemos a hablar con el tipo que está adelante de nosotros en la cola del Pago Fácil, vivir aventuras es cada vez más complicado. Pero para hacerlo no es necesario enfrentar a un criminal, tirarse a rescatar a una vieja que está a punto de ser atropellada por un auto junto con todas sus bolsas de las compras o bajar un gatito de un árbol, no, para nada; para ser valientes no hace falta nada más que desafiarse a uno mismo, que encontrar ese punto endeble de nuestra persona y destruirlo. Porque es increíble la cantidad de tiempo que se pierde pensando las cosas, visualizando el después o el mientras tanto de nuestros actos sin que en ningún momento se nos pase por la cabeza ir a hacerlo, atreverse a fracasar.
Hace falta animarse a quedar mal parado, a recibir un cachetazo o el golpe doloroso de un no bien puesto como un gancho en la mandíbula. Ser valientes es justamente eso, enfrentarse a lo que no parece posible, a lo que nunca vamos a poder hacer. Para hacerle un chiste a la cajera del supermercado no se necesita valor; pero para decirle a una mina que te gusta hace falta verdadero coraje. Para hacer algo que nos descoloque, que no nos quede cómodo hay que tener ansias de aventura.
Entonces, como dice Dolina, hay que proponerse cometer alguna estupidez de vez en cuando: tocar un timbre cualquiera y quedarse a esperar a ver qué pasa, pintar una pared con aerosol al frente del edificio donde están los tipos que controlan la ciudad con cámaras, decirle a esa mina que te voló la cabeza, putear a un policía y no sé, miles de cosas más.
Después de todo este tratado sobre el coraje, la valentía y las claras ventajas de cometer estupideces, me queda la aburrida tranquilidad de aceptar mi cobardía, más que nada la certeza de saber que en mi vida casi no hay actos de valor. Aunque quizás esta es mi cobarde manera de ser valiente... por lo menos hoy, no me voy a sacar la duda. O sí.
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