Los castillos de cartas son perfectos. Compuestos por cada una de las partes de un mismo mazo y, a veces por cartas ajenas.
Son perfectos porque oscilan entre la debilidad del papel y la fuerza del castillo. Van creciendo, hacia arriba, hacia los costado, nada los puede detener, excepto una mínima ráfaga de viento.
Yo he visto el castillo de cartas.
Algo que caracteriza a estas estructuras es que, a pesar de su nombre que evoca la firmeza, lo fijo, la supervivencia a través del tiempo, todo en ellos depende de unas manos precisas, de un manipulador que no vacile, que no tiemble ante ningún arriesgado movimiento, que no dude en dejar caer algún seis de copa para elevar un ancho de basto.
Ahora, si estas manos hacen un movimiento fuera de lo esperado el castillo tambalea, caen algunas cartas, pero si la base está bien armada las cartas de abajo siempre van a quedar abajo; y las de arriba solo cambian de palo.
También es cierto que están bien diseñados. Las cartas de abajo presentan la resistencia, son las que no se pueden mover, las que nunca suben, porque si son las que se caen hay que empezar de nuevo. En cambio las de arriba van mutando, pero siempre entre las restantes que no forman los cimientos.
El problema del castillo de cartas reside en el mismo lugar que su belleza: en lo efímero, lo delicado, lo débil, lo pomposo, en la perfecta aleación entre fuerza bruta e inocencia.
No hay tantas cosas más fáciles que demoler un castillo de cartas, es cuestión de soplar un poco, de empujar una de las partes con un mínimo esfuerzo. Pero no es tan fácil si uno lo ha defendido, si se lo ha construido para sí, porque después del derrumbe queda la culpa, la incertidumbre.
Yo vi el castillo de cartas y me dieron ganas de soplar.
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