La lluvia aplacaba el murmullo y los
gritos de la muchedumbre que rodeaba el cuerpo agonizante cubierto de
sangre. Algunos se marchaban cabizbajos, pensativos bajo sus
paraguas. Los más jóvenes aun conversaban y debatían sobre lo que
acababa de pasar. Pablo respiraba cada vez con más dificultad. La
tarde se iba yendo y a lo lejos se dejó oír una sirena que provocó
la retirada de los últimos curiosos.
Cuando llegó la ambulancia ya era
tarde. El cadáver empapado de lluvia y sangre, con la cabeza aun
contra la pared, parecía esperar tranquilo. Su rostro mostraba una
extraña sensación de vitalidad que sus más cercanos amigos y
compañeros, años más tarde, confesaron no haber visto nunca cuando
estaba vivo. Los paramédicos bajaron con una camilla y sus
estetoscopios; luego de varios intentos inútiles de resucitación
tomaron el cuerpo y cubierto por un grueso nailon negro lo metieron en
la ambulancia.
La autopsia reveló los datos de aquel
asesinato. Los diarios titularon de diversas maneras aquel informe e
hicieron vagos y esquivos resúmenes sobre aquella muerte que había
teñido a la ciudad de una espesa neblina de incertidumbre.
La noche anterior al asesinato, un
grupo de personas, en un café, se habían reunido con la intención
de planificar una intervención masiva y pública en las calles de la
ciudad. Eran seis, más o menos jóvenes, que habían entrado al
lugar refugiándose de la lluvia que había empezado de la nada,
amontonando algunas nubes que esa misma tarde de verano parecían
inocentes bolas de algodón. Entre el ruido de los vasos, los
cubiertos y los truenos, el grupo conversaba animadamente, reían y
proclamaban ideas de libertad que producían aun más risas.
En un momento de silencio, donde nadie
tenía nada para acotar a aquella tertulia, uno de ellos, quizás el
más joven, con un gesto de haber encontrado lo que todos estaban
buscando sin saberlo, posó suavemente la taza sobre el diminuto
platillo, y con la otra mano dio un puñetazo en la mesa.
-¡Fuenteovejuna! - exclamó con un
dejo de agitación en su voz que hizo notar el placer que le causaba
la idea. - Fuenteovejuna – repitió, pero esta vez como para
adentro, como si se hubiese arrepentido y haya elegido repetir sus
palabras para contrarrestar el efecto que habían causado.
Eran las cuatro de la tarde del sábado
15 de marzo cuando Pablo, en pleno centro, esperando detrás de la
senda peatonal el cambio del semáforo, fue sorprendido por un grupo
de unas cincuenta o sesenta personas que le bloquearon el camino.
Pablo los miró lo bastante confundido como para no tocar la bocina
ni hacer ningún movimiento dentro del auto. Los que lo rodeaban
comenzaron a acercarse lentamente, mirando, es decir intentando ver
algo a través de los vidrios polarizados. Uno, que no debía tener
más de quince o dieciséis años, golpeó suavemente la ventanilla
del lado del acompañante con la punta de su dedo índice. Mientras
Pablo lo miraba sin ser visto sintió una extraña sensación de
desconfianza, tuvo miedo y de hecho alcanzó a poner la primera antes
que una gruesa y pesada barra de hierro rompiera bruscamente su
ventanilla, quiso apretar el acelerador pero ya unas fuertes manos lo
arrancaban de la seguridad de su auto y lo arrastraban por la calle
mojada.
La lluvia se hizo más densa y
convertía en ridículos sollozos los gritos de Pablo que se
arrastraba por el suelo intentando escapar de las patadas, los
piedrazos y las escupidas de la gente que le caían de todos lados.
Moribundo hizo un último esfuerzo por levantarse que terminó con
una caída contra la pared que lo dejó tendido, boca arriba, mirando
la calle, con los brazos abiertos y un gesto de vitalidad que, creo,
nunca había visto durante su vida.
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