viernes, 14 de marzo de 2014

Convocatoria abierta

     La lluvia aplacaba el murmullo y los gritos de la muchedumbre que rodeaba el cuerpo agonizante cubierto de sangre. Algunos se marchaban cabizbajos, pensativos bajo sus paraguas. Los más jóvenes aun conversaban y debatían sobre lo que acababa de pasar. Pablo respiraba cada vez con más dificultad. La tarde se iba yendo y a lo lejos se dejó oír una sirena que provocó la retirada de los últimos curiosos.
    Cuando llegó la ambulancia ya era tarde. El cadáver empapado de lluvia y sangre, con la cabeza aun contra la pared, parecía esperar tranquilo. Su rostro mostraba una extraña sensación de vitalidad que sus más cercanos amigos y compañeros, años más tarde, confesaron no haber visto nunca cuando estaba vivo. Los paramédicos bajaron con una camilla y sus estetoscopios; luego de varios intentos inútiles de resucitación tomaron el cuerpo y cubierto por un grueso nailon negro lo metieron en la ambulancia.
      La autopsia reveló los datos de aquel asesinato. Los diarios titularon de diversas maneras aquel informe e hicieron vagos y esquivos resúmenes sobre aquella muerte que había teñido a la ciudad de una espesa neblina de incertidumbre.
    La noche anterior al asesinato, un grupo de personas, en un café, se habían reunido con la intención de planificar una intervención masiva y pública en las calles de la ciudad. Eran seis, más o menos jóvenes, que habían entrado al lugar refugiándose de la lluvia que había empezado de la nada, amontonando algunas nubes que esa misma tarde de verano parecían inocentes bolas de algodón. Entre el ruido de los vasos, los cubiertos y los truenos, el grupo conversaba animadamente, reían y proclamaban ideas de libertad que producían aun más risas.
    En un momento de silencio, donde nadie tenía nada para acotar a aquella tertulia, uno de ellos, quizás el más joven, con un gesto de haber encontrado lo que todos estaban buscando sin saberlo, posó suavemente la taza sobre el diminuto platillo, y con la otra mano dio un puñetazo en la mesa.
    -¡Fuenteovejuna! - exclamó con un dejo de agitación en su voz que hizo notar el placer que le causaba la idea. - Fuenteovejuna – repitió, pero esta vez como para adentro, como si se hubiese arrepentido y haya elegido repetir sus palabras para contrarrestar el efecto que habían causado.



    Eran las cuatro de la tarde del sábado 15 de marzo cuando Pablo, en pleno centro, esperando detrás de la senda peatonal el cambio del semáforo, fue sorprendido por un grupo de unas cincuenta o sesenta personas que le bloquearon el camino. Pablo los miró lo bastante confundido como para no tocar la bocina ni hacer ningún movimiento dentro del auto. Los que lo rodeaban comenzaron a acercarse lentamente, mirando, es decir intentando ver algo a través de los vidrios polarizados. Uno, que no debía tener más de quince o dieciséis años, golpeó suavemente la ventanilla del lado del acompañante con la punta de su dedo índice. Mientras Pablo lo miraba sin ser visto sintió una extraña sensación de desconfianza, tuvo miedo y de hecho alcanzó a poner la primera antes que una gruesa y pesada barra de hierro rompiera bruscamente su ventanilla, quiso apretar el acelerador pero ya unas fuertes manos lo arrancaban de la seguridad de su auto y lo arrastraban por la calle mojada.
    La lluvia se hizo más densa y convertía en ridículos sollozos los gritos de Pablo que se arrastraba por el suelo intentando escapar de las patadas, los piedrazos y las escupidas de la gente que le caían de todos lados. Moribundo hizo un último esfuerzo por levantarse que terminó con una caída contra la pared que lo dejó tendido, boca arriba, mirando la calle, con los brazos abiertos y un gesto de vitalidad que, creo, nunca había visto durante su vida.

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