lunes, 2 de septiembre de 2013

Y cómo quería entrar si no hay picaporte

    En las aulas de la facultad, aveces no hay picaportes. A veces no hay otras cosas, pero la más horrenda es que no haya picaporte. Algunos han golpeado hasta el cansancio sin recibir respuesta. Otros, más audaces, han hasta empujado un poco; pero nada.
    Un día cualquiera, un jueves a la mañana, alguien hizo algo inesperado pero a la vez deseado por todos los que estaban encerrados adentro, pero encerrados del lado del picaporte. Alguien apareció y rompió todos los esquemas, lo que tenía que pasar, no se escucharon los típicos golpes y los pasos alejándose, tampoco hubo empujones sobre la puerta; no hubo nada de todo aquello que todos sabían que podía llegar a pasar. Él era rubio y la semana pasada había entrado con anteojos de sol y un bolso (no es un chico configurado genéticamente para usar anteojos de sol). Se había sentado adelante y en una o dos oportunidades había participado en la clase opinando de este o aquel tema. (A veces había pasado que algún centro de estudiantes entraba y repartía folletos con el slogan "Pizza, birra y materialismo dialéctico", un título célebre para un libro sobre la militancia de izquierda del siglo XXI) Parecía llevarse bien con algunas compañeras que habían llegado antes y sonrieron al verlo entrar, lo que podía significar dos cosas: que era de alguna forma un pibe interesante con el que hablar no parecía tan inútil, o bien era el cómico del grupo (teoría por la que el cronista se siente principalmente inclinado) que su simple vista hacía que uno recordara algún chiste compartido o una idea bastante complicada y absurda sobre la posibilidad de abandonar la necesidad de cerrar una ventana lentamente cuando hace un ruido chirriante o abrir algo envuelto en un papel ruidoso de la forma más inquietante posible en el asiento de atrás del cine; hacer las cosas despacio, decía, es absorber el sufrimiento de quien lo sufre y potenciarlo en uno mismo.
    Así que más o menos así eran los jueves; uno podía escribir poesía solo si se sentaba en el último banco, pero a consecuencia de no conseguir una beca con un profesor alemán, ya que escuchar al profesor, ver el mundo que se desarrolla en las caras y en las miradas de los estudiantes, concentrarse en la lapicera que escribe sin cesar lo más rápido posible lo que va pasando y detenerse porque saltan su nombre de la lista, son actividades casi imposibles de coordinar de una manera idónea.
    
    De acá no se puede ver la cara del rubio y la verdad, es lamentable; me gustaría verlo ahora, disfrutando su victoria, el haber sido él quien hizo la cosa rara, y encima la de al lado me pregunta qué estoy copiando y el cronista se pone nervioso porque el profesor habló de no se qué y ahora toma lista, no hay mucho por escribir, sin embargo lo hace. Volviendo al rubio, presiento (interrupción para decirle al profesor que creo que a mí también me salteó) que la está pasando bien y ahora sol espera que acaben las clases y pase un año más. Pero él no sabe que hizo lo que nadie y quizás no está pensando en nada más que en lo que dice el profesor.
    Lo que pasó después es inexplicable, hasta hubo textos obligatorios y tareas individuales que seguro alguien hizo, arrancó Ana, la del poema. El rubio se ríe y ahora no tiene anteojos de sol, sino de los que se usan para ver y leer cuando uno tiene mucho que ver y leer. Esos jueves sin dormir habían resultado algo productivos, le hacían escribir, le daban ganas, lo divertían. Uno de esos jueves el rubio había hecho algo intrascendente y nadie se di cuenta, solamente él, que ahora escribía, y nadie más porque al que le abrió la puerta no le importó demasiado que no hayan golpeado, que no hayan empujado, que no hayan pedido ni por favor ni permiso, sino que simplemente haya asomado su cara, con una sonrisa, a través del hueco de la puerta y haya dicho algo incomprensible pero seguramente gracioso y simplemente abrió y pasó, para sentarse y no darse cuenta que alguien estaba creyéndose todo un algo que no existió más que por dos o tres segundos. 

    Cuando el rubio prenda la radio, alguna vez, escuchará una publicidad cualquiera, de las conocidas y festejadas por todos, llegará ante su grupo de amigos y dirá que no le gusta, que le parece odiosa, que las publicidades de las radios son un prejuicio para explicar el siglo XIX dice el profesor que tampoco piensa en nada realmente sino que ve un montón de cabezas cuyas palabras están detrás de la garganta de donde no pueden salir excepto la de Ana que responde siempre con sus ideas de lo anacrónico que es todo, hasta el pasado es anacrónico, hasta lo anacrónico es anacrónico y el rubio mira el edificio de enfrente y sonríe porque seguro se le ocurrió algún chiste.

No hay comentarios:

Publicar un comentario